Un día antes de Navidad, el cura del pequeño pueblo de St. Martin, en los Pirineos franceses, se preparaba para celebrar la misa, cuando empezó a sentir en el aire un perfume delicioso. Era invierno, y hacía mucho que las flores habían desaparecido, pero allí estaba ese aroma tan agradable, como si la primavera se estuviese adelantando.
Intrigado, salió de la iglesia para buscar el origen de semejante maravilla, y acabó encontrando a un muchacho sentado frente a la puerta de la escuela. Junto a él, había una especie de árbol de Navidad completamente dorado.
- Pero, ¡qué belleza de árbol! - dijo el párroco -. ¡Con ese aroma divino que desprende, parece que ha tocado el mismísimo cielo! ¡Y está hecho de oro puro! ¿Dónde lo conseguiste?
El joven no reaccionó con especial alegría a los comentarios del religioso.
- Es cierto que este árbol, como usted lo llama, cada vez ha ido pesando más mientras lo cargaba hasta aquí caminando, y que las hojas se han puesto duras. Pero eso no puede ser oro, y me da miedo pensar en lo que dirán mis padres cuando vean lo que les traigo.
El muchacho relató entonces su historia:
- Hoy por la mañana salí hacia la ciudad de Tarbes para comprar un árbol de Navidad con el dinero que mi madre me había dado. Pero ocurrió que, al cruzar un poblado, vi a una señora mayor, sola, sin familia con quien celebrar la gran fiesta de la Cristiandad, y le di un poco de dinero para la cena, confiado en que luego sabría arrancarle un descuento al vendedor de la floristería.
"Al llegar a Tarbes, pasé frente a la gran prisión, y había allí algunas personas esperando la hora de la visita. Estaban todos tristes, pues iban a pasar esa noche lejos de sus seres queridos. Escuché que algunas de estas personas comentaban que ni siquiera habían conseguido comprar un pedazo de tarta. En ese mismo momento, impulsado por ese romanticismo que tienen los de mi edad, decidí compartir mi dinero con esas personas que lo necesitaban más que yo. Apenas guardaría una mínima cantidad para el almuerzo. Como el florista es amigo de mi familia, seguro que me daría el árbol, a cambio de que yo trabajase para él durante la semana siguiente, pagando así mi deuda.
"Sin embargo, cuando llegué al mercado me enteré de que el florista que conocía no había ido a trabajar. Intenté por todos los medios que alguien me prestase dinero para comprar el árbol en otro lugar, pero fue imposible.
"Me dije a mí mismo que conseguiría pensar mejor con el estómago lleno, así que me dirigí a una fonda, pero se me cruzó un niño que parecía extranjero y me preguntó si podía darle alguna moneda, pues llevaba dos días sin comer. Imaginando que el niño Jesús alguna vez también debió pasar hambre, le entregué a este otro lo poco que me quedaba, y me volví para casa. En el camino de regreso, le rompí una rama a un pino, y luego intenté retocarla, como podándola, pero fue poniéndose así de dura, que parece de metal, y no se parece ni de lejos al árbol de Navidad que mi madre está esperando.
- Pequeño amigo - dijo el cura -, el perfume de este árbol tuyo no deja lugar a dudas: ha sido tocado por los Cielos. Déjame contarte lo que falta de tu historia:
"En cuanto te alejaste de aquella señora, ella inmediatamente pidió a la Virgen María, madre como ella, que te devolviese de alguna manera el favor recibido. Los familiares de los presos pensaron que se habían encontrado con un ángel, y rezaron agradeciéndoles a los ángeles las tartas que consiguieron comprar. Y el niño con el que te cruzaste, por su parte, le dio las gracias a Jesús por haber saciado su hambre.
"La Virgen, los ángeles, y el propio Jesús escucharon las peticiones de toda la gente a la que ayudaste. Cuando rompiste la rama del pino, la Virgen puso en ella el perfume de la misericordia. Mientras caminabas, los ángeles iban tocando sus hojas, transformándolas en oro. Por último, con todo ya concluido, Jesús examinó el trabajo, lo bendijo, y a partir de ahora, a quien toque este árbol de Navidad se le perdonarán los pecados y se le cumplirán los deseos.
Y así ocurrió. Cuenta la leyenda que el pino sagrado aún se encuentra en St. Martin; pero su poder es tal que su bendición alcanza a todos los que ayudan al prójimo en la víspera de la Navidad, por muy lejos que se encuentren de este pequeño pueblo de los Pirineos.
Paolo Coelho
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