Este es su último discurso como presidente de Venezuela, el 20 de mayo de 1993.
Me dirijo a mis compatriotas en uno de los momentos más críticos de la historia del país y de los más difíciles de mi carrera de hombre público. Debo confesar que pese a toda mi experiencia y al conocimiento de la dramática historia política de Venezuela, jamás pensé que las pasiones personales o políticas pudieran desbordarse de manera semejante y que ya Venezuela podía mirar hacia atrás sin el temor a los incesantes desvaríos de la violencia tan comunes en nuestro proceso histórico. Ha cambiado poco nuestra idiosincrasia. Nuestra manera cruel de combatir sin cuartel. Ha revivido con fuerza indudable un espíritu inquisitorial y destructor que no conoce límites a la aniquilación, sea moral o política. Reconozco con inmenso dolor esta realidad y no solo porque yo sea el objetivo de los mayores enconos, a quien se le declara la guerra y se le quiere conducir al patíbulo, sino porque este es un síntoma y un signo de extrema gravedad, de algo que no desaparecerá de la escena política porque simplemente se cobre una víctima propiciatoria.
Esta situación seguirá afectando, de manera dramática, al país en los próximos años. Yo represento una larga historia política. Una historia que arranca a partir de la muerte de Juan Vicente Gómez y de los primeros gobiernos que sucedieron a la dictadura que demoró por tantas décadas nuestra presencia en el siglo XX. Formé parte de los jóvenes que en 1945 se lanzaron temerariamente a transformar el país. Derrocado Rómulo Gallegos, asumimos todos los riesgos para recuperar para Venezuela su libertad y su dignidad de pueblo libre. Formé parte de quienes desde 1958 combatieron con mayor denuedo por la democracia, contra la subversión que en esos duros años puso en jaque nuestras nacientes instituciones democráticas. En el camino dejamos muchos adversarios vencidos, pero jamás humillados, por el contrario, se les tendió la mano franca cada vez que fue preciso.
Como no soy un acumulador de resentimientos, me equivoqué al suponer que todos actuábamos así y que las diferencias y los duelos políticos nunca serían duelos a muerte. Supuse que la política venezolana se había civilizado y que el rencor y los odios personales no determinarían su curso. Me equivoqué. Hoy lo constatamos. Pido a mis compatriotas que entiendan estas reflexiones no como expresión nostálgica o dolida de quien se siente vencido o derrotado. No. Ni vencido ni derrotado. Mis palabras son una convocatoria a la reflexión de mis compatriotas sobre los duros tiempos que nos esperan y un llamado a los líderes políticos, a los responsables de los medios de comunicación, para que mediten y adecúen su conducta a la gravedad del momento que vivimos. Ojalá que nos sirva la lección de esta crisis. Que se inicie una rectificación nacional de las conductas que nos precipitan a impredecibles situaciones de consecuencias dramáticas para la economía del país y para la propia vigencia de la democracia que tantos sacrificios ha costado a nuestro pueblo.
Como Presidente de la República, antes y ahora, he actuado con mesura y con abierto ánimo de conciliación. No he perseguido a nadie. A nadie he hostilizado. Sin embargo, contra nadie se ha desatado una campaña sistemática, larga y obsesiva, como se ha ensañado contra mí y contra mi gobierno. La he soportado con la convicción de que en las democracias son siempre preferibles los abusos de la oposición que los abusos del gobierno. Los adversarios que quedaron en el camino y los enconos de las luchas políticas pasadas se fueron uniendo poco a poco y todos fueron resucitando agravios que parecían olvidados. Así se ha formado la coalición que tiene en zozobra al país, articulados en esta confabulación que nos abruma. Nunca una coalición fue tan disímil. Cuando se retratan en grupo aparecen señalados con definiciones precisas de diversas etapas de la lucha política de, los últimos cincuenta años. Rostros de derrotados o frustrados que regresan como fantasmas o como espectros, predicando promesas mágicas de resurrección. Es como la rebelión de los náufragos políticos de las últimas cinco décadas. Los rezagos de la subversión de los años 60. Con nuevos reclutas. Los derrotados en las intentonas subversivas del 4 de febrero y el 27 de noviembre de 1992 se incorporan a la abigarrada legión de causahabientes. Todos los matices, todas las ambiciones y todas las frustraciones juntas de repente. Me resisto a imaginarme a Venezuela en febrero de 1994, cuando los profetas de tan engañosas promesas tengan que enfrentar la realidad del país, en medio de una pugna imaginable, ésta sí, por sus cuotas de poder. Me siento orgulloso de lo que, acompañado por mis colaboradores a lo largo de mi gobierno, y por la digna y leal conducta de las Fuerzas Armadas, hemos logrado hacer para darle rumbo moderno y definitivo al Estado venezolano.
Al propio tiempo que siento la angustia y la pena por la crisis que inevitablemente ha acompañado al proceso de reformas que emprendimos, porque este Gobierno que presidía ha dado contribución decisiva para escribir nuestra historia contemporánea. Historia sencilla, que arranca esta vez, desde 1 989, cuando debimos acometer esta serie de reformas profundas, tanto políticas como económicas. Puse todo empeño en las reformas políticas. Y así comenzamos por convertir la Presidencia de la República de un poder absoluto a un poder moderado. Cuatro partidos políticos comparten o han compartido el poder a lo largo de este período presidencial. Dos elecciones de gobernadores y de alcaldes han tenido lugar en cuatro años. Reclamo un protagonismo especial en este proceso de reformas que se orientó hacia el logro de la democratización del poder y de una participación nacional inequívoca. A la par de las reformas política se emprendieron las reformas económicas. Ya no era posible el estatismo, porque el Estado macrocefálico había llegado a su fin. La armonía social financiada de manera ilimitada por el petróleo llegó a su fin. Fue una decisión que requirió voluntad y coraje, no fue fácil, porque implicaba un cambio de rumbo en una historia de un país petrolero de cincuenta años de deformaciones. Asumí la impopularidad de esta tarea. Tenía una alternativa quizás distinta: porfiar hasta el final y comprometer los recursos del Estado, extremando la falsa armonía social. Pero los resultados habrían sido catastróficos. Hemos puesto a Venezuela, con esas reformas económicas y comerciales, en sintonía con lo que ocurre en el mundo y también en nuestra propia región de América Latina. Nuestra economía, para sorpresa de analistas, creció de manera notable en medio, incluso, de tiempos adversos como los de 1992, cuando se atentó de manera pertinaz contra las instituciones democráticas y contra la estabilidad del régimen, y, desde luego, contra el Presidente de la República, en primer término. El Pacto Andino se hizo posible gracias a estas decisiones que dieron rumbo moderno a nuestra economía. El país tendrá que conocer a plenitud, despojada la realidad de toda esta repudiable campaña de mentiras, calumnias y deformación de la verdad, el claro perfil del proceso que hemos vivido en estos años. Fue en 1992 que brotó la soterrada conspiración civil, que aprovechó astutamente la conmoción producida por la felonía de los militares golpistas. La misma conspiración de hoy que recurre a otros métodos, porque se agotaron todos los demás, desde la metralla y el bombardeo implacable hasta la muerte moral. Si no abrigara tanta convicción en la transparencia de mi conducta que jamás manchará mi historia, y en la seguridad del veredicto final de justicia, no tengo inconveniente en confesar que hubiera preferido la otra muerte. Ninguna conspiración, ninguna confabulación por variada y poderosa que sea, ninguna conjura, me arrancarán del alma del pueblo venezolano. Para él he vivido, por él he luchado de manera denodada. Por él continuaré luchando. Más temprano que tarde comprenderán que he actuado con la conciencia más cabal y más plena de que opté por el camino más conveniente. El futuro dirá, y lo dirá muy pronto, si he actuado con razón, si hemos interpretado correctamente el momento y las circunstancias del país. Jamás he presumido de hombre o de político infalible. Innumerables pueden haber sido mis errores de buena fe, pero, en el balance de una vida política larga y apasionada, estoy persuadido de que se reconocerá mi contribución con equidad y con justicia. Repito lo que ayer dije, el país contempló estupefacto cómo se ejercieron sobre los magistrados del alto tribunal las más desembozadas presiones. Estas son, compatriotas, manifestaciones de una actitud que ha perdido hasta las normas del recato para lanzarse abiertamente por el camino de las presiones ejercidas sin medir las consecuencias institucionales que tales actitudes comportan. No me perdonan que haya sido dos veces Presidente por aclamación popular. No me perdonan que sea parte consubstancial de la historia venezolana de este medio siglo. No me perdonan que haya enfrentado todos los avatares para salir victorioso de ellos. No se me perdonan ni mis errores ni mis aciertos.
Pero aquí estoy: entero y dedicado a Venezuela. Consagrado con pasión hoy, como ayer, al servicio de los venezolanos. De todos. De los que me apoyan, de los que me adversan y de los que tienen duda. Aquí estoy. En el día de hoy, los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, reunidos en Sala Plena, encontraron méritos para enjuiciar al Presidente de la República y a los ex ministros Alejandro Izaguirre y Reinaldo Figueredo. El pasado 9 de marzo, en mensaje dirigido a la nación, expliqué minuciosamente la forma y las razones por las cuales se tramitó esa rectificación presupuestaria de 250 millones de bolívares, con cargo a los servicios de inteligencia y seguridad del Estado. Fue una explicación precisa y clara. Nada tengo que rectificar o agregar a lo que allí dije. Y una vez más quiero dejar constancia de que no hubo delito alguno. Y jamás podrá presentarse, tampoco, prueba que ponga en tela de juicio la conducta del Ministro de Relaciones Interiores que tuvo a su cargo el manejo de esa partida, como del Ministro de la Secretaría que no tuvo ninguna injerencia en su manejo.
Me dirijo hoy a todos mis compatriotas y a todos los extranjeros que han hecho de Venezuela su patria. Quien como yo, que ha dedicado su vida entera a la conquista, defensa y consolidación de la democracia, no tiene que ratificar que acato esta decisión de la Corte Suprema de justicia. No la juzgo. Será la historia —implacable en su veredicto— la que lo hará más adelante. Y la acato, porque asumo mi responsabilidad como Presidente, como poder y como venezolano. Del mismo modo que tendrán que asumir la suya quienes han conducido al país a esta encrucijada dramática de su historia. Lo que más me duele es que esta decisión de la Corte Suprema de justicia se produce en el mismo momento en que el país se enrumba positiva y francamente hacia su recuperación política y económica. En lo político, los venezolanos han escogido sus candidatos presidenciales para así cumplir con la renovación democrática de la conducción de la jefatura del Estado. Un aire de satisfacción se respira, hasta este momento, de plena normalización de la vida institucional. En lo económico, comienzan a confirmarse con nitidez los avances sustanciales en el proceso de recuperación productiva después de los inmensos sacrificios que hemos hecho todos para modernizar la economía nacional.
Estábamos viviendo un período de franca tranquilidad que expresaba el apaciguamiento de las tensiones experimentadas por el país desde el año pasado. La decisión de la Corte Suprema de Justicia cambia radicalmente este cuadro. Ratifico ante mis compatriotas que no he incurrido ni en éste, ni en ningún otro caso, en manejos ilícitos, impropios o irregulares. No me he enriquecido jamás. Mi ambición siempre ha sido contribuir con mi esfuerzo a perfilar un rumbo moderno y promisorio para Venezuela. De mí se han dicho y se dicen muchas cosas. Se podrán decir todas las que se quieran en el terreno político. Esta es la práctica de una democracia activa y vigorosa. Pero nunca, podrá decirse que me he aprovechado en términos personales de las posiciones que he ocupado por voluntad del pueblo. Tampoco nadie me podrá enrostrar que he propiciado, estimulado o provocado la comisión de hechos ilícitos. El dinero de la partida secreta, por el cual la Corte Suprema de justicia ha acordado el enjuiciamiento del Presidente de la República, en este y en todos los casos, ha sido utilizado de acuerdo a las disposiciones que la ley prevé. Ahora nos enfrentamos al juicio. No solicitaré de los señores senadores que anulen la decisión de la Corte Suprema de justicia. Sino que les pido reflexionar sobre la insólita e innoble crisis que ahora se le abre al país con la decisión de una Corte que debemos respetar y acatar pero que crea el insólito precedente de actuar como un organismo político que desatiende sus nobles y altos cometidos de darle majestad a la justicia. Allí iniciaré una nueva etapa de mi vida política que nunca ha dado tregua a sus afanes. Allí anunciaré que más allá de asumir mis enteras responsabilidades en el juicio que se me inicia, me lanzaré al rescate del sentimiento popular. No me defenderé porque no tengo nada de que defenderme. No me agrediré porque no he envilecido nunca el debate político ni con el insulto ni con la calumnia. Tal como lo establece la Constitución Nacional, procederé inmediatamente a entregarle el cargo al Presidente del Congreso, con el fin de que el Parlamento proceda a designar a la brevedad posible a quien ha de encargarse de la Presidencia, mientras se decida el juicio contra el Presidente de la República. Convoco a las fuerzas políticas, económicas, institucionales y sociales, a los medios de comunicación y a todos los venezolanos, a unirse alrededor del encargado de la Presidencia de la República que designe el Congreso para superar este momento aciago. Mi pasión, mi interés, el incansable quehacer que me ha caracterizado y el coraje que he demostrado en los momentos más difíciles siempre han estado al servicio de Venezuela. A lo largo de toda mi vida, desde que era apenas un adolescente, he consagrado mi existencia a los grandes intereses de nuestro pueblo. A Ustedes he consagrado mi destino. Quiera Dios que quienes han creado este conflicto absurdo no tengan motivos para arrepentirse.
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